Recuerdo con añoranza y cariño aquellos tiempos de mi niñez y juventud en los que las horas fuera de la escuela, la comida y la cama eran dedicadas a estar con los amigos para jugar y divertirnos llenos de felicidad y gozo sin límite. Las carencias, producto de la sociedad en la que nos tocó vivir, pasaban desapercibidas subliminalmente por el desconocimiento de otra vida mejor y por la compensación de la imaginación tan viva en aquella nuestra corta edad. Nos despertábamos con la llamada cariñosa y protectora, pero firme, de nuestra querida madre, y nos levantábamos de un salto de la cama ansiosos por hincar el diente al canto con tomate y aceite, y beber el vaso de leche de cabra que nos tenía preparado sobre la mesa. Yo dormía en casa de mi abuela, viuda desde los veinticinco años, para hacerle compaña, y raro era el día que ponía reparos en levantarme, salvo enfermedad, que era más rara aún, y menos todavía esperando el desayuno, cambiando a veces el tomate por azúcar o miel, y en los días especiales de fiestas, cumpleaños o algún motivo de celebración, tejeringos de la “Molinera”.
El aceite, virgen extra, por supuesto, comprado a granel en los molinos de la localidad. En mi pueblo, Montefrío, a la rebanada de la hogaza de pan con aceite le llaman “canto” (por tratarse de un trozo del borde del pan), como en el pueblo vecino de Alcalá la Real le llaman “hoyo” (por el hueco donde se deposita el aceite) y en otros simplemente pan con aceite. La leche la había ordeñado el cabrero “Tomiso” minutos antes sobre la cacerola que diariamente mi abuela le facilitaba cuando aquél pasaba por la calle con su piara de cabras. Hoy, muchos de los niños de Montefrío y, me atrevo a asegurar sin miedo a equivocarme, de todos los pueblos de Andalucía se van al colegio sin desayunar bien, y otros lo hacen en el tiempo de recreo con los modernos productos que compran en las cantinas escolares y en los establecimientos del entorno, que ofrecen a bombo y platillo los medios de comunicación de nuestra nueva sociedad de consumo, impregnados de aceites vegetales, grasas y sustancias nocivas para el organismo (golosinas, gusanitos, nubes, cañas, bollería industrial, etc.). Me consta que, tras la constatación de la evolución de esta insalubre costumbre, las instituciones educativas dictaron instrucciones al respecto prohibiendo taxativamente la venta de estos artículos en las cantinas, y que gran parte del profesorado de infantil aplica programas de consumo de frutas, pan con aceite y productos autóctonos sanos y de calidad fomentando la educación en una alimentación saludable para sus alumnos.
Al salir del colegio corríamos ansiosos por llegar a la casa, muertos de hambre, donde nos esperaba un buen cocido de garbanzos –una buena olla se dice por allí- o un buen potaje de habichuelas o de lentejas, con su trozo de morcilla y chorizo, al que le metíamos bastante pan por indicación de mamá, que no precisaba de segundo plato, y que era rematado con una o dos piezas de fruta fresca de la que daba el tiempo y las huertas de los alrededores. No nos iban a buscar en coche a la salida del colegio, íbamos andando o corriendo y jugando con los vecinos, haciendo más ganas de comer, y nunca o casi nunca poníamos objeción a la comida del día; y es que tampoco se daba pie a esa opción, pues no se nos preguntaba si nos gustaba el menú o qué nos apetecía, y mucho menos si se nos preparaba alguna otra cosa en sustitución.
Con el último bocado salíamos disparados para la calle, donde nos esperábamos los vecinos para volver de nuevo por la tarde andando al colegio.
Una vez terminada la jornada escolar, y tras degustar la merienda de frutas o de otro trozo de pan con aceite y azúcar o de miel o de pan de higo, o de vez en cuando un delicioso bollo de aceite o manteca elaborado por la familia y cocido en los cálidos hornos de las panaderías de la localidad, se nos daba rienda suelta para divertirnos y ser felices jugando y relacionándonos con los niños de nuestro parejo. Normalmente jugábamos en las inmediaciones de nuestra calle o barrio, pero a veces realizábamos desplazamientos al campillo de fútbol que estaba en las afueras del pueblo, en un paraje denominado las eras “empedrás”, donde hoy se encuentra el complejo escolar, y otras veces nos íbamos a ver a los vecinos de otro barrio para realizar algún tipo de competición, contienda ésta en ocasiones hasta peligrosa de la que luego había que rendir cuentas ante mamá, y de la que se recibía la siempre justa reprimenda tanto física como verbal, según la gravedad de las repercusiones. Recuerdo que frecuentábamos también para jugar al fútbol un espacio un poco más abierto al que llamábamos “la curva”, uno de los tantos tramos de esta forma de la carretera que va a Tocón -un anejo de Íllora- que se encontraba a la salida del pueblo y que lo adoptamos para la práctica de este deporte . Lindaba con este sitio un barranco de laderas empinadas y de bastante profundidad, al que bajábamos y subíamos los niños, no con poco esfuerzo y dificultad, en la búsqueda de la pelota cada vez que ésta se despeñaba en sus profundidades, y no eran pocas, con el justo criterio de “el que la echa va a por ella”.
La calle era la prolongación de la casa, como el patio de una casa de vecinos; una extensión de la vivienda, una dependencia más de la misma, un espacio complementario a su reducida e insuficiente superficie. En ella se hacía vida social y de comunidad. Todas las familias se conocían a la perfección y se relacionaban; las puertas estaban siempre abiertas y los niños entrábamos y salíamos por ellas como si fuera la nuestra propia. Y en la calle pasábamos todo nuestro tiempo libre con los vecinos y amigos jugando al pilla-pilla, corro, rayuela, comba, cromos, cometa, lapio, borrego, borriquito, abejorro, trompo, chinas, charpa, botones, faroles, etc. Todo el día correteando de un sitio para otro en un ambiente de inocencia y jovialidad, sin tensiones ni agobios, desarrollando músculos, huesos y órganos, como corresponde a esta etapa evolutiva.
Pero hoy día la vida de los niños y también la de los mayores ha experimentado un giro copernicano. Nuevos ritmos y hábitos de comportamiento se imponen en el transcurrir diario de la nueva sociedad llamada de bienestar, imprimiendo un acelerado y controlado movimiento en todas nuestras actuaciones. Se acabó el sosiego, la tranquilidad y el compás pausado que marcaba y caracterizaba la vida de entonces.
Por otra parte, ahora son también muchos los niños que llevan una vida extremadamente sedentaria y controlada; cuando salen del colegio los esperan los padres para llevarlos a casa en el coche, donde disponen de una buena oferta de recursos para la distracción, para que no se muevan y no den la lata. Pasan muchas horas jugando sentados ante el ordenador y la videoconsola o contemplando insulsas y poco pedagógicas películas. En otros casos, también con el objetivo de su control, se somete a estas inocentes criaturas a otra vida de rígida planificación, de denso horario y agobio, apuntándolos en su tiempo de ocio a todo tipo de actividades de desarrollo intelectual y físico, como ludoteca, yudo, solfeo, guadalinfo, tenis, etc., que en muchos de los casos no dan posibilidad a iniciativas de relación natural y espontánea, iniciativas que permitan un desarrollo autocontrolado y por propia experiencia. Las prisas y horarios encorsetados obligan también para su cumplimiento a la realización de comidas rápidas, envasadas y prefabricadas, todas ellas con altas dosis de condimentos y aditivos muy perjudiciales para el organismo.
Muy probablemente este cambio vertiginoso de vida en los hábitos de alimentación, de relación y convivencia, y de ocio, esté presionando a nuestro equilibrado organismo, y en concreto a nuestro apacible, sufrido y fiel corazón, obligándolos al desconcierto y al equívoco en sus funciones, y provocándonos el incremento de un mal al que hay que buscar remedio en sus orígenes, creando alternativas, pues aquellos maravillosos tiempos ya quedaron atrás por ley de vida y nunca volverán.
José Guzmán Flores “Chove”. Granada, noviembre de 2.010.
Para la revista “Vivir con Corazón”.