Prólogo – Paco Cano

De nuevo tenemos entre las manos una obra de José Guzmán Flores, de “CHOVE”. Como las anteriores, es fruto del cariño por cualquier aspecto relacionado con Montefrío y de su sensibilidad hacia todo lo que se refiere a la historia, costumbres, intereses y, en suma, la vida de la tierra donde nació. Del mismo modo, es de destacar su curiosidad y su capacidad para el esfuerzo de investigar tanto los aspectos más evidentes y llamativos de la historia, la geografía, las tradiciones populares, y cualquier expresión del folklore (en su más noble acepción) de “su pueblo”: Montefrío. De otra parte, en esta ocasión pone su atención en un aspecto igualmente interesante,  que puede haber pasado más desapercibido a muchas personas.  El tema del trabajo que nos ofrece en la presente publicación pudiéramos establecerlo en ese segundo grupo de las particularidades del monumento menos percibidas por el común de la gente.

                Es un trabajo que nos llama la atención sobre un aspecto desconocido para la gran mayoría de montefrieños o de visitantes y no por ello menos importante. Algo que está a la vista de todos desde hace más de doscientos años y, sin embargo, pasa totalmente desapercibido a la mayor parte de los que viven, hemos vivido o visitan  Montefrío.

                Tengo que confesar que me acerqué a su lectura con una predisposición positiva, sobrevenida por la cercanía con su autor: primero fue  alumno (claro ejemplo de aquello de “el alumno supera al maestro”), después compañero y siempre paisano y amigo. Sin embargo, creo honestamente que se trata de una aportación muy valiosa para añadir una faceta más a las muchas que puede presentar el conocimiento de un monumento tan singular e importante como es la IGLESIA DE LA ENCARNACIÓN DE MONTEFRÍO.

                Puede parecer, a priori, un asunto menor el estudio de los signos de cantería, pero cualquier resto, indicio, señal, etc. en una construcción arquitectónica puede aportar un dato que ayude a completar el conocimiento sobre su estudio. La decoración epigráfica está presente en la arquitectura de muchas civilizaciones como, entre otras, pueden servir de ejemplo la egipcia o la musulmana. Los fines varían desde un afán de perdurar en el tiempo, hasta una intención de exaltación política o religiosa. También  podría ser, en este caso, sencillamente un dato técnico para facilitar la colocación del sillar, o bien,  de contabilidad para cobrar su realización. Por deformación cultural, puede parecer que la cantería es un oficio artesano propio de las Edades de la Historia pasada, pero nada más alejado de la realidad; hoy continúa siendo un aporte esencial, uno más, entre los necesarios para la construcción y, sobre todo, para la rehabilitación de importantes edificios singulares o históricos.

Como curiosidad contemporánea puede citarse un caso anecdótico ocurrido en la ciudad de Trujillo en los primeros años setenta del siglo XX. La torre de la iglesia de Trujillo (Cáceres) de Santa María la Mayor (del siglo XIII) fue demolida, en parte, a causa de los daños del terremoto de Lisboa del año 1755. En 1971, la Dirección General de Bellas Artes decidió reconstruir los dos cuerpos de la torre románica. Era tarea del maestro cantero diseñar los 52 capiteles de la torre, además de otro centenar de elementos arquitectónicos, sin repetir ningún motivo decorativo. A punto de acabar la obra, faltaba esculpir un capitel y el cantero manifestó haber agotado su creatividad. Aficionado al equipo de fútbol del Atlético de Bilbao, propuso que ese último capitel llevase grabado el escudo del citado club deportivo. Y así se puede ver, desde entonces, en un bloque de 200 kg, en lo más alto de la torre. El propio Director General de Bellas Artes se personó en Trujillo para recabar información sobre este, para él, insólito hecho. El arquitecto director de la obra le argumentó que lo había autorizado por ser un motivo escultórico útil para que generaciones futuras puedan datar la fecha de la rehabilitación. Y ahí quedó todo.

En el libro que nos ocupa, el rigor, la metodología y la dedicación de tiempo, medios, bibliografía y esfuerzo en general, dan como resultado un texto que nos engancha en su lectura desde el primer párrafo hasta el último y, como consecuencia, de un modo placentero, sin que se pierda ni un ápice de rigor científico, iremos acercándonos a un mundo fascinante como se supone que fue la construcción de un edificio de proporciones extraordinarias, con una geometría arquitectónica muy diferente a la mayoría de los templos de su época, de anteriores y posteriores.

En el estudio de cualquier monumento, lo común es destacar al autor del proyecto y nadie discute su gran importancia y la justicia de ese proceder. Pero, en cualquier engranaje, todas y cada una de las piezas son indispensables para su correcto funcionamiento. A veces, dejamos escapar la observación y valoración de la perfección que supone la labor de un artesano dentro del contexto de una obra de arte, que no llegaría a ser tal sin esa colaboración, en segundo plano, de unos profesionales a los que su cualificación les ha obligado a un esfuerzo y estudio de muchos años que además conlleva una carga de experiencia y nada desdeñable.

Sólo presentarnos esa faceta, puede ser suficiente para apreciar el contenido de un trabajo como el que tenéis entre manos. Aunque no se limita a ello: podría decirse que hace justicia social cuando nos enseña el valor y la importancia de trabajadores, anónimos en su mayoría, que son indispensables y extraordinariamente hábiles en la estereotomía para conseguir unos sillares, millares de ellos, que encajan a la perfección hasta lograr una obra con una cúpula colosal, objeto de estudio y admiración, que ha sido comparada a obras inmortales de la Historia como el Panteón de Agripa en Roma,  Santa Sofía de Constantinopla o San Pedro del Vaticano. Su destreza profesional, fruto de muchos años de duro aprendizaje, consigue con un material de gran dureza como es la piedra, una perfección de orfebre; los sillares son piezas que ensamblan como si de una joya o de un mecanismo de alta precisión se tratase.

La curiosidad que motiva este libro nos acerca a un estudio de la epigrafía presente en diversas partes de la iglesia de La Encarnación de Montefrío con un rigor y una erudición que se difumina con la sencillez y claridad de la exposición, pero  que no le resta el más mínimo valor científico y didáctico.

El reportaje fotográfico que acompaña al texto, además de su calidad, maestría y precisión, es otro aliciente más que se añade para la perfecta comprensión de todo lo expresado a lo largo de la exposición por la que nos guía su autor. Nos acerca materialmente a esos símbolos que, a simple vista y desde la distancia, no son fáciles de distinguir.

Resulta muy interesante la percepción diferenciadora de las grafías que nos muestra y que, en función de la forma, su lugar de colocación y si está grabada en la piedra o ha sido realizada con pintura, son  clasificadas y explicadas exhaustivamente a la vez que aporta su opinión razonada del porqué y el cómo, en cada caso.

Finaliza con una relación de personas que participaron en la edificación y con un excelente reportaje fotográfico, al que se añade una interesante bibliografía que añade autoridad a todo lo expresado en el texto y puede ser muy útil para aquellos lectores que se hayan sentido atraídos por el tema de la cantería y quieran profundizar en algunos aspectos o circunstancias de ese trabajo.

No me queda más que desearles que disfruten de su lectura como yo lo he hecho.

Francisco Cano Lara, en Granada, marzo de 2.022