Hoy quiero contaros una historia personal para que quede constancia de ella, pues de no hacerlo pasaría al futuro ignorada y oculta, como si no hubiese ocurrido. Se trata de una experiencia que por su contenido pudiera parecer lejana, de otro lugar o incluso de ficción, pero por su vivencia y recuerdo pertenece a mi realidad presente o, como mucho, al pasado inmediato.
La fotografía que os muestro es del año 1967, hecha por Longinos un día en el que autoridades provinciales vinieron a Montefrío para inspeccionar la marcha de las obras del Complejo Educativo. Esta preciosidad de foto la encontré casualmente en los archivos del ayuntamiento cuando estaba buscando en ellos información para mis trabajos. La instantánea no ofrecería otro interés que el de observar las circunstancias de las extraordinarias obras de infraestructura educativa realizadas en nuestro pueblo en aquellos años, pero cuál sería mi asombro cuando en una primera visión compruebo que entre la comitiva popular que acompañaba a las autoridades me encontraba yo, acompañado de mis amigos Pepito el de los “Federiquillos” y Manolillo el “Municipal” –éste último ya desaparecido, desgraciadamente-.
¡Qué gran sorpresa, no lo podía creer!. Pero en una segunda observación compruebo con extrañeza que sí, que soy yo, pero aparezco diferenciado con una circunferencia que me rodea la cabeza. ¡Era yo, sin lugar a dudas, y estaba señalado entre toda la gente!. Esta circunstancia provocó en mí un enigma y desasosiego que me impulsó a investigar el porqué de aquella particularidad. Rápidamente solicité del archivero Antonio Guzmán y de algunos funcionarios información al respecto, pero nadie era conocedor siquiera de su existencia.
Después de poner en marcha otras estrategias de investigación, que no son precisas de mención, hallé luz para mi obnubilación y zozobra ordenando el pasado y recobrando la serenidad de ánimo.
Todo arranca de aquellos años en los que alternaba Montefrío con Barcelona un personaje singular al que llamaban “Gaonas”, un hombre de mediana edad, soltero, bajito, con gafas de montura oscura y recia, de complexión fuerte y abundante pelo ensortijado, que estaba algo chiflado y gustaba de filosofar, emitir sentencias, refranes y juicios políticos. Pues bien, a este hombre lo vi yo una tarde escribiendo con el dedo en la luna empolvada del cristal de atrás de los pocos coches que estaban aparcados en el Paseo “Viva el comunismo”. Yo, con quince años, no tenía ni idea, ni creo que nadie de los niños de mi edad, de lo que era el comunismo, y no le di mayor importancia, atribuyendo el hecho a una más de las extravagancias de aquel hombre.
Pero mire usted por dónde, a los pocos días, un grupo de vecinos fuimos una tarde de aquel verano a acompañar al cura del convento, Don José Antonio, a visitar la parroquia de la vecina localidad de Íllora. Nos trasladábamos en un autocar, ya anticuado para los años en que ocurrieron los hechos que narro, por la carretera sin asfaltar de la sierra de Parapanda, y cuando nos encontrábamos en medio del trayecto, en una pequeña recta y de terreno llano, el motor dejó de funcionar y el vehículo se paró en medio de la carretera. Ante aquel imprevisto, el conductor solicitó voluntarios para empujar la alsina –así llamábamos a los autobuses- con el fin de intentar arrancarlo dándole una racha. Nos bajamos todos los viajeros y nos pusimos a empujar aquel viejo y destartalado trasto, que además se había impregnado y recubierto de polvo de la carretera como si de una funda se tratase. Los cristales de atrás blanqueaban hasta el punto de impedir la visión a su través. Y yo, que empujaba solidariamente con ahínco bajo los mismos, haciendo verdad el principio Pauloviano de estímulo-respuesta, no dudé en responder ante aquella llamada provocadora, imitando a Gaonas y surcando con mi inocente dedo sobre la sucia luna trasera la desafortunada frase “viva el comunismo”.
En aquel momento, mi acción no tuvo mayor trascendencia, pues el fin principal en el que todos estábamos inmersos, el de volver a arrancar aquel maldito cacharro, la hizo pasar
desapercibida. Pero una tarde de unos días después, cuando terminaba mi clase de permanencias con Don Manuel Durán, éste me pidió que me esperara un momento porque tenía que hablar conmigo. Sin ningún tipo de preámbulo ni explicación me preguntó: -¿por qué has escrito eso?. Yo no tenía ni idea de a qué se refería, pues habían pasado ya unos días del hecho contado anteriormente y, además, para mí pasó al olvido sin darle mayor importancia.
-¿Qué escrito?, devolví la pregunta inocentemente. Pero Don Manuel insistió escuetamente, sin añadir ningún detalle, -el que tú sabes que has hecho. Aquel interrogatorio tan enigmático empezó a provocar en mí una preocupación porque de él deducía que algo serio había ocurrido. –Don Manuel, le juro que no he escrito nada ni sé de lo que me está usted hablando, le contesté con sinceridad porque seguía sin recordar la dichosa anécdota del autobús. –Lo que escribiste en el autocar de línea el día que acompañasteis al cura del convento a Íllora; ¿dónde has aprendido tú eso, lo has oído de tu padre, en tu casa?. Aquellas palabras tan directas evocaron como un flash la imagen del autobús en mi mente sumiéndome en tal tristeza y vergüenza –porque yo no había querido mentir- que casi rompí a llorar. Entonces, de inmediato y con total sinceridad, pues no tenía por qué esconder nada, conté a Don Manuel Durán toda la historia de las inoportunas palabras.
Mi querido maestro, tras consolarme y tranquilizarme me confesó que no había dudado de mi inocencia, pero no tuvo más remedio que actuar así, pues a él le habían confiado la investigación por ser mi maestro y conocerme bien, una vez averiguado por la guardia civil y la policía local la autoría de los hechos, ya que, además, yo frecuentaba como todos los niños del pueblo las instalaciones y juegos de la OJE, de la que él era el máximo responsable local. Me contó Don Manuel que a la mañana siguiente del día de los hechos, cuando el autobús se estacionó en la plaza del pueblo para realizar su servicio diario de transporte de viajeros, aquellas tres palabras impresas en él llamaron de inmediato la atención de algún miembro de las fuerzas vivas del pueblo cuando se disponía a tomar café en la tasca del “Canca”. Rápidamente reclamaron la ayuda de la policía municipal para que solicitase información del porqué de aquella frase y de quién la había escrito.
Don Manuel me dio una pequeña clase de lo que según él era el comunismo; recuerdo que sin darle mayor importancia, imparcialmente, pero, eso sí, advirtiéndome de los riesgos que había corrido por las consecuencias de mi imprudente acción, como ficharme de por vida, no poder ejercer en la función pública, la mili, el pasaporte, el trabajo y otras muchas secuelas.
Posteriormente, ya de mayor, recordando aquella conversación, me traicionó la mente con un mal pensamiento de que quizá se mostraría tan neutral cubriéndose las espaldas ante el futuro, por si las mosca, -conocida es la habilidad política de mi apreciado y amigo profesor- ya que, a pesar de mi presunta inocencia, acaso pudiera existir algún trasfondo de organización clandestina.
Y esta es la curiosa historia de esta bonita fotografía, utilizada al parecer para identificarme física y gráficamente como presunto responsable y autor de los hechos en el expediente de investigación abierto para el esclarecimiento de la causa de “la frase en el autobús de línea”, y del que, afortunadamente y también gracias a mi apreciado maestro, sólo ha quedado como resultado el crudo recuerdo en la memoria y esta entrañable fotografía olvidada y desconocida en el rincón de un armario del archivo municipal. Y allí permanecerá para siempre –la presente es una copia-, pues así lo ha querido el archivero y yo he consentido, -por eso narro la presente aclaración-, porque es un documento gráfico de la historia de nuestro pueblo y la vida de sus vecinos.
José Guzmán Flores. Chove. Noviembre de 2012