Cuando el Cristo de la Misericordia de la procesión del Silencio, copia de la obra cumbre de José de Mora realizada por Barbero Gor, cruzó Plaza Nueva y desaparecía por la calle La Colcha para encarar San Matías, con la iluminación apagada de esa parte de la ciudad, apareció resplandeciente y majestuosa La Concha, de López Azaustre, por calle Elvira. Ofrecía un contraste sobrecogedor. Hizo su entrada en la plaza elegante y tranquila, satisfecha de su paso por la ciudad en su recorrido por la estación de penitencia. En la esquina de Santa Ana, cuando ya pisaba adoquines de la Carrera del Darro, una de las calles más bonitas de Europa, aprovechó el capataz la chicotá para hacer el cambio de turno de costaleros. Eran las dos de la mañana, y afortunadamente no llovía ni estaba previsto que lo hiciera. El alejarse todo el cortejo cofrade con sus dos pasos por la Carrera arriba mostraba un espectáculo inconmensurable, precioso, como el de otras hermandades y cofradías que hacen este itinerario. Aconsejo que lo experimentéis.
En ese momento, oigo los comentarios halagadores que un turista extranjero hacía de lo que estaba viviendo. Destacaba el trabajo de sacrificio que hacían los costaleros, los cuales salían sudorosos y exhaustos, con rostros de sufrimiento y mucho dolor; tenían los hombros enrojecidos y casi ensangrentados, pero, sin embargo, alegres y eufóricos, abrazándose unos a otros satisfechos de haber compartido la pasión de Cristo y su Madre. Y señalaba precisamente a uno de ellos como ejemplo culmen de padecimiento cuando, abrazado éste a su esposa, abatido y jadeante, por si todavía no había tenido suficiente martirio, le oyó decir cuchicheando: “niña, vámonos nosotros solos delante, que me voy a pegar ahí más arriba tres latigazos que me voy a quedar en la gloria”.
Chove. Granada. Semana Santa de 2013