El Día de los Muertos, de visita en el cementerio, me enteré de que había muerto José Fajardo Jiménez. Dicho así, prácticamente nadie sabrá de quién se trata; por los apellidos se supondrá que era un gitano. Pero si lo identifico con el nombre con que lo llamaban en el pueblo, creo que todos los vecinos sabrán quién es. Ha muerto “Ron”; ha muerto un personaje singular, histórico, de Montefrío. El último betunero que quedaba como representación de aquellos oficios históricos, humildes, ya perdidos casi todos, de la España del subdesarrollo, de la España del hambre y la miseria. De los limpiabotas de la posguerra: “El Gafas”, “El de la Lareda”, “Culebras” y “Ron”, sólo quedaba él, y ya nos ha dejado también.
La imagen de “Ron” paseando últimamente con gran dificultad por la plaza, con el Parkinson a cuestas, me causaba una gran tristeza. Porque me pasaba por la memoria a gran velocidad, como un flash, la historia de su vida y sus anécdotas por la Plaza, años cincuenta-sesenta, deambulando con el cajón en la mano y la banqueta bajo el brazo, buscando un señorico ante quien arrodillarse para hacerle una limpieza por la voluntad, demostrándole su maestría cambiando el cepillo de una mano a otra con ritmo y sonido a gran velocidad y lanzándolo dando volteretas al aire, para después corresponder con una amplia y sincera sonrisa de boca abierta, mirándole hacia arriba, porque siempre ha estado abajo, a la cara, con humildad y gratitud, pero sin complejos. Siempre nos hemos tenido afecto, pues pertenecía a la familia de la Plaza, y se mostraba agradecido con cualquier muestra de cariño.
Era un gran profesional, serio y responsable en su trabajo, de uniforme azul con chaquetilla torera corta, el cajón cuidado e impoluto pintado de azul y rojo con remaches plateados en sus aristas y una banqueta adaptada por él mismo con asiento de esponja forrada de escay rojo. Un personaje popular que había sabido ganarse el respeto y el cariño de los vecinos. Un gitano trabajador y honesto que nunca dio un escándalo ni necesitó del ayuntamiento ni de nadie para mantenerse. Un gitano atípico, pues no cantaba ni bailaba ni echaba las palmas; ni sabía ni quería hacerlo. Tan sólo lo recuerdo en navidades con una guitarra, a la que le había roto alguna cuerda por sus embestidas incontroladas de ignorante, bien vestido con chaqueta, pañuelo de lunares y sombrero, desentonando un villancico en el bar de Manolo “El Guancho” que decía: de quién es esta casa nueva/ que tiene tantos balcones/ es del señorito “Balolo”/ que tiene muchos millones. Un hombre pequeño en estatura pero grande en la lucha por sobrevivir en aquellos años de extrema dificultad, un triunfador en su trabajo y en la vida, porque consiguió salir adelante. Y, además, lo hizo solo, porque solo lo dejó siendo un niño su familia en Montefrío cuando ésta emigró a Cataluña. Recuerdo que cuando el negocio iba a menos, por el progreso, se trasladaba un par de días a la semana al pueblo vecino de Alcalá la Real (pueblo cuyo señoritismo rancio cortijeril se esforzó por mantenerse) para complementar su jornal diario.
Llegó a casarse con una “Zorrilla” tras algunas escaramuzas anteriores de convivencia fugaces, y tuvo dos hijos, dos hijos a los que no podría dudar de su paternidad porque eran su viva estampa. Pero cuando lo dejó la mujer, los retoños quedaron a su cargo, y los Servicios Sociales tuvieron que asumir su tutela. Los quería muchísimo, como el mejor padre, pero no estaba capacitado para atenderlos. Y él, que era un hombre feliz, que siempre estaba contento, le cambió el semblante y el carácter; ahora se le veía serio, triste y preocupado, porque no tenía a sus hijos ni podía abrazarlos ni incluso sabía de su paradero. Llevaba sus fotografías reducidas en una medalla colgada del cuello y también mostraba orgulloso otras de la cartera. Un día me lo encontré por la Gran Vía, en Granada, y me dijo que solía venir a ver si los encontraba. Porque él era analfabeto total, pero tenía el desparpajo para trasladarse a Granada de vez en cuando a comprar a mejor precio que en el pueblo suministros para su negocio: betún, cremas, cepillos, paños, etc., como cualquier empresario eficiente.
Me he enterado de que últimamente ya no podía valerse por sí mismo, que incluso se le fue un poco la cabeza, que era incapaz de seguir viviendo solo, y se lo llevaron a una residencia, donde al poco tiempo murió. ¡Pobre Ron, qué triste, sufrido y solo ha sido su final!. Pero debe saber que algunos le echamos en falta y le recordamos con cariño porque nos hizo felices en la Plaza.
Yo quiero mostrarle mi recuerdo y gratitud con estas palabras, para que sirvan como homenaje y reconocimiento a su esfuerzo y valentía por la vida, a su triunfo. Descanse en paz para siempre el último betunero de Montefrío.
Chove, noviembre de 2015