Las lecciones de mi “viejo” alumno Pedro

Las lecciones de mi “viejo” alumno Pedro

Había nacido ciego y a los seis o siete años recobró la vista. Al parecer, con los avances de la medicina oftalmológica, por los años ochenta, consiguieron una intervención y remedio para el problema de la visión de Pedro. Hasta entonces no había sido escolarizado, permaneciendo en su casa bajo la protección y cuidados de su familia.

Yo lo conocí porque al ingresar en el colegio de su pueblo, el “Padre Manjón” de Algarinejo, ya avanzado el curso, la dirección del centro lo propuso para que se le realizase una exploración general inicial con vistas a su adecuada atención escolar.

Era miércoles, puesto que ese día de la semana me correspondía la visita a Algarinejo en mi trabajo cotidiano en el EOE (Equipo de Orientación Educativa). Estaba sentado, con su cuerpo echado sobre la mesa, encima de la gran cartera sin abrir que llevaba, expectante ante mi entrada en clase. No me conocía de nada, como yo a él, pero, por mi conversación con el maestro, los gestos y las miradas, intuía que hablábamos de él y se disponía preparado. Usaba unas gafillas redondas de pasta, bajadas hasta la punta de la nariz, tras las que se apreciaban unos ojos oscuros alegres, con mucha viveza y muy abiertos, sanos, sin señal alguna de su problema visual ni de su intervención. Tenía un gran desparpajo y gracia, seguía con mucha atención la entrevista, con normalidad, seguridad y rapidez en las respuestas, y su visión se podía considerar como normalizada. Me causó muy buena impresión y, teniendo en cuenta su historial, me cautivó por su positivismo y por la madurez de su lenguaje, pues hablaba como una persona mayor. No dejaba de resultar paradójico que un niño que no había sido escolarizado ni en guardería ni en infantil ni se había relacionado con otros niños no extrañara el colegio y, sin embargo, se mostrara contento, seguro, feliz y con muy buen desarrollo en su lenguaje oral. No obstante, observé en él un leve retraso en el aprendizaje y algunas dislalias evolutivas en los sinfones /L/ (/Praza/, /branco/, /crase/, etc.), posiblemente adquiridas por imitación, ya que esta alteración del habla era muy común por entonces en Algarinejo, pero que se corregía con normalidad y rapidez.

Me puse en contacto con mis colegas de la localidad, D. Pedro Ruiz (q.e.p.d) y D. José Escobar, para ampliar la información, y me confirmaron que Pedro había estado desde que nació junto a su abuelo, bajo su cuidado, y que cada día se les podía ver sentados a la puerta de su casa o en las reuniones con los coetáneos del abuelo por la plaza o por la carretera a la salida del pueblo, etc. Y en ese contexto de madurez, sabiduría, tranquilidad, prudencia, tolerancia, etc. se había desarrollado Pedro en su infancia y había adquirido su lenguaje; hablaba y se comportaba como ellos, los viejos del pueblo.

Efectivamente, en mis posteriores sesiones de seguimiento quedaba perplejo cuando Pedro, un niño de siete años, utilizaba expresiones como “hogaño está siendo muy bueno de aguas”, “la trama de los olivos anuncia buena cosecha”, “mañana, Dios mediante, voy con mi abuelo a Priego”, etc. “De salud le sirva a usted”, me dijo cuando le ofrecí compartir una torta de chocolate. En ocasiones, tenía la impresión de estar hablando con un viejo por sus manifestaciones y la sensatez de estas, y me encantaba pasar aquel rato con él.

También era muy simpático y tenía unos dichos muy graciosos, con los que, a veces, me inducía a reconducir mi actuación y proceder: “Zamora no se ganó en una hora”, me decía pidiéndome calma y tiempo para realizar sus tareas. Manifestaba una ataraxia, un estado de ánimo de tranquilidad, como un auténtico filósofo estoico o epicúreo; ambiente que proyectaba en su entorno y en el trabajo.

Un día, estábamos realizando nuestra sesión de trabajo como siempre, en el pequeño despacho utilizado por los especialistas en la planta baja, él y yo solos sentados en la mesa uno frente a otro. No tengo reparo en reconocer que me encontraba esa mañana un poco nervioso, algo tenso. Repasábamos la articulación y, durante el ejercicio de repetición de palabras, yo le decía /Plato/ y Pedro respondía /Prato/. No, Pedro, /Plato/, /Prato/ volvía a repetir. Que no, Pedro, mírame a la boca y fíjate donde pongo la lengua, le decía yo abriendo bien la boca y pronunciando detenidamente. /Plato/ /Prato/, /Plato/ /Prato/ ¡Que no, Pedro, que no, presta más atención, hombre!, le dije levantando un poco la voz y dando un golpe con la mano en la mesa. Se produjo un momento de silencio sepulcral. Pedro quedó callado, serio, mirándome fijamente a los ojos, sin parpadear, y pasados unos segundos eternos, seguramente pensando lo que iba a decir, me espetó con absoluta tranquilidad “¡hay que ver lo que tienen que aguantar “osted” los maestros con los niños!”. Quedé sin palabras. Pedro, aquel alumno de siete años, me estaba recordando que yo era un maestro y él un alumno, un niño; aludía también al recuerdo de mis funciones y mi papel de enseñante; reconocía la incomodidad, la dificultad que presentaba a veces nuestra labor y valoraba nuestro esfuerzo ante ellas; y me pedía aguante, tranquilidad, tolerancia ante la dificultad. Todo eso me dijo Pedro con aquella frase tan diplomática, tan sabia, tan respetuosa y con tanta educación. Yo, amansado y reconducido, no tuve por más que decirle: “perdona, Pedro, ven que te dé un abrazo, eres un filósofo”. Y Pedro recobró su agradable sonrisa.

Chove, mayo de 2023                 

*A mi querido alumno Pedro del C.P. Andrés Manjón de Algarinejo, en recuerdo y agradecimiento de aquellos momentos tan felices de mi magisterio.                 

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